Llegué a mi casa dispuesto a almorzar y echarme una buena siesta. Al entrar a mi cuarto siento un zumbido fuerte. No le doy bola.
Tiro la mochila en la cama y veo una nube negra volar de la misma al placard, pero miro y nada. El ruido continúa. Mosquitos.
Calmadamente traigo un papel Raid, bajo la promesa que es como un espiral pero más rápido. Sigo las instrucciones y a los 15 minutos vuelvo al cuarto. Ahí estaba, una escena surrealista. Una cantidad exagerada de estas aberraciones, chocándose contra todo en un intento desesperado por alimentarse o simplemente por el placer morboso de hacer daño.
«Si se quiere hacer bien las cosas, las tenés que hacer vos mismo», me dije. Siguiendo ese espantoso consejo agarré la revista del cable que uso como mousepad, y arranqué una microcarnicería. Yo me lo imaginaba como el guerrero que va matando uno a uno a los macacos unidimensionales que lo rodean. Mas bien la escena era la de un gordo vejiga saltando y haciendo equilibrio con una revista en una silla tambaleante. Como era previsible, me terminé estampando la trucha contra el piso.
Cuando recuperé la consciencia era un silencio sepulcral. «Chupen giles», me dije mientras me levantaba y miraba para arriba. Las pelotas. The balls. DIE BELLEN.
Ahí estaban, desafiantes, como una familia de ocupas a la que se les presenta una orden de desalojo. El techo estaba cubierto de una cantidad infinita de mosquitos dispuestos a atacar ante mi más mínimo movimiento. Ahí lo entendí, sólo había una solución. Arrastrándome por el piso me acerco a la cama y agarro la opción nuclear. Teh ultimate weapon. La raqueta eléctrica.
De un salto me puse de pie y apreté el boton de encendido. De ahí en más solo recuerdo flashes de lo ocurrido. Sólo se escuchaba un zumbido enfurecido mientras la raqueta brillaba y emitía toda la electricidad esperable de un aparato de 200 mangos comprado en la feria de Colón. Me estaban morfando literalmente, pero no había vuelta atrás. Era el momento de recuperar lo que era mío. De desterrarlos de mi dominio. De aniquilarlos de una vez y para siempre.
Después de varios minutos que parecieron horas apareció la calma. El piso estaba cubierto de mosquitos al punto que eran completamente visibles estando de pie. Al mirar mis brazos veo la viva imagen de dos choclos listos para ser vendidos y desgranados en una fábrica brasilera de Milho Doce, pero las heridas y la anemia por la pérdida de sangre habían valido la pena. Gané. Ahora si, chupen giles.
Orgulloso salgo de ese campo de batalla y voy a la cocina, me encuentro exactamente la misma escena.
La puta que los parió. Me voy a vivir a Oslo.
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